martes, 24 de marzo de 2009

Ningún sólido es totalmente rígido

Ayer acabamos reventados de tanto andar. Nuestro reto era recorrer tranquilamente los cinco lagos y luego visitar la sirenita. Empezamos, pues, nuestro periplo. A nuestra izquierda estaba el barrio residencial de Frederiksberg; a nuestra derecha, patos furiosos. Cuando habíamos terminado el segundo lago, abandonamos el senderillo y nos metimos en la ciudad. Llegamos hasta el cementerio donde está enterrado Hans Christian Andersen, y donde 6 m2 de terreno cuestan 800 coronas al año, según ponía a la entrada. Volvimos a los lagos y, acuciados por el hambre, nos encaminamos a la calle peatonal a comer en un chino. Dado que era más caro de lo que pensábamos, nos contentamos con un perrito caliente; y luego, de camino a los lagos, visitamos el jardín botánico. Dimos un paseo por los senderos, y entramos al sofocante invernadero de cristal, donde se puede subir a la cúpula por una cochambrosa escalerilla metálica.
Salimos del jardín y, todavía dirigiéndonos a los lagos, entramos en un extraño edificio con un búnker en el patio interior. Al intentar forzar una puerta en busca de la cafetería, salió un joven con quien mantuvimos una breve charla. Nos explicó que aquello solía ser el hospital de Copenhague, pero que ahora eran dependencias de la universidad. Nos indicó amablemente el camino de salida, pero nos perdimos en tan intranquilizador lugar. Encontramos, al fin, la salida, pero con las tonterías nos habíamos saltado el tercer lago. Nos dio igual, y anduvimos los dos últimos. En el quinto está Flugeøen, un islote que hace varios años fue declarado un país independiente por unos colgados. Enfrente, exahustos, nos sentamos; y rafa me intentó explicar por qué la estela que dejan los patos en el agua forma un ángulo de 2 · sen-1 (1/3).
Nos encaminamos por el siguiente barrio, que se llama Østerbro y es de mucho dineriti, hasta que llegamos a la sirenita.

Nos sentamos en un banco y nos comimos un paquete de galletas de chocolate. Seguimos andando, esta vez en dirección a Christiania. Atravesamos Kastellet, un fuerte militar bastante soso; luego vimos la ópera y el palacio real, y por último cruzamos un par de puentes y llegamos a nuestro destino.
Vimos un poco de música en directo en un bar, y Rafa intentó convencerme de que según la relatividad general no hay ningún sólido totalmente rígido. Fuimos a cenar al vegetariano. Si bien durante el día habíamos visto el sol algunos minutos, ahora llovía. La comida, tan buena como siempre. Compartimos mesa con dos chicas danesas con quienes cruzamos dos o tres palabras – de hecho, tres: hola (hej) y adiós (hej-hej) -. Salimos a la fría noche y entramos en la jam session, donde habría de suceder la desgracia.
La jam fue muy buena; pero cuando nos íbamos, el perchero donde otrora colgaba mi chaqueta estaba vacío. La busqué por todo el bar, en vano. Mi chaquetón, la bufanda, un bono de tren y algunos clínex llenos de mocos, desaparecidos para siempre. Algún desalmado lo robó. ¿Cambia esto mi impresión sobre la jam session? No; pero a partir de ahora intentaré no sentarme en el punto más lejano a donde he dejado mi chaqueta.
Volvimos a Trekroner con cierta sensación agridulce. Algunos gamberros habían quemado parte de la estación. Sí, queridas lectoras, también hay vandalismo en este país (otro día os contaré de la Cobra Negra y de los sucesos que están teniendo lugar recientemente en Korallen).
A lavarse los dientes, pues; y a dormir después de tan agotadora jornada.

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