domingo, 30 de noviembre de 2008

Estocolmo (parte 1 de 4)

La idea de ir a Estocolmo la tuvieron los italianos, y luego se extendió a las delegaciones francesa y española. En total fuimos dieciséis personas (5 franceses, 4 italianos y 7 españoles; clasificados por género, 9 niñas y 7 niños; y clasificados por lugar de residencia, 11 korallens, 3 de la Blue Tower, y dos de un suburbio de Copenhague llamado Hvidovre).
La aventura comenzó el lunes. Pasaron muchas cosas, así que seré escueto para no aburrir al personal. Todos se marcharon a las cinco de la mañana para coger el avión a las ocho. Todos excepto Laura (una niña italiana graciosa y monísima) y yo, que cogeríamos el avión a las 16.10 porque nos salía más barato. En la estación de Trekroner nos encontramos a Carlos y Kepa, que nos dicen que para no quedarse muy solos en Korallen habían decidido ir unos días a Linköping a ver a unos amigos. Linköping está cerca de Estocolmo, así que cogerían el mismo avión que Laura y yo.
En Copenhague cogimos el metro hacia el aeropuerto. Nevaba. Hicimos el chequín. Me confiscaron una botella de agua en el control de seguridad. A falta de una hora para que saliera el avión, llegamos a la puerta de embarque. Aproveché para comprar un chocolate buenísimo libre de impuestos. Dos horas después, ni rastro del avión ni del chocolate. Laura fue a mirar unas pantallas distintas y vio que el vuelo había sido cancelado. Cunde el pánico. Todo el mundo corre a la oficina de transferencia de vuelos para pillar plaza en otro avión. Se nos dan dos opciones: 1) esperar a mañana a ver si hay suerte y podemos coger otro vuelo, y esta noche dormimos en un hotelito en Copenhague; 2) tener el dinero de vuelta y olvidarnos de Estocolmo. Carlos y Kepa confiesan que lo de Linköping era mentira, que en realidad iban a Estocolmo y querían dar una sorpresa al grupo. A ellos se les ocurre una tercera opción: ir a Estocolmo en un tren que sale a las seis de la tarde (cosa que a ellos les convenía por motivos económicos, pero no a Laura y a mí). Carlos y Kepa recuperan sus maletas y se van en el tren. Laura y yo llamamos a la compañía aérea pidiendo explicaciones. Todas nuestras operadoras están ocupadas, por favor espere. Laura y yo vamos a la oficina de la compañía. No se nos da ninguna solución, sólo un teléfono de contacto. Todas nuestras operadoras están ocupadas. Con desazón en nuestros corazones, nos dirigimos a la salida del aeropuerto, a ver si por lo menos el hotelito que se nos ha asignado en Copenhague tiene cinco estrellas. Al atravesar la terminal nos percatamos de que un mostrador de facturación de la compañía está abierto. Nos acercamos y le preguntamos al tipo (el mismo de antes) si hay sitio en el siguiente vuelo a Estocolmo. El tío nos dice que no podemos coger un avión que no sea el nuestro. Le digo que por favor consulte a ver si estamos en el sistema. El tipo nos busca en el sistema. Imprime dos billetes y Laura y yo nos llenamos de dicha. Llamo a Carlos y Kepa para comunicárselo, pero ya iban por Malmö. Volvemos a pasar por el mismo control de seguridad. Volvemos a ir a la misma puerta, nerviosos porque el vuelo podría ser igualmente cancelado en cualquier momento. A las ocho de la tarde embarcamos en un avión de aspecto cutrecillo, y un rato después despegamos. Hej-hej, København.
Dormimos durante prácticamente todo el viaje. El aterrizaje fue terrorífico, porque caía una nevada intensa. Toda la pista cubierta de nieve. No tengo ni pajolera idea de aviación, pero tengo la impresión de que no fue el aterrizaje más sencillo que ha hecho ese piloto.

El aeropuerto de Estocolmo está en un pueblo al norte que se llama Arlanda. Sacamos dinero sueco y cogimos un tren, el Arlanda Express, que en veinte minutos te lleva a Estocolmo, a doscientos kilómetros por hora. El paisaje exterior era absolutamente blanco (dentro de la negrura nocturna), pero había dejado de nevar. En un plano de la ciudad vimos que el hotel estaba relativamente cerca. Comimos una hamburguesa y empezamos a andar.
Eran sobre las once, o sea, noche cerrada; todoabsolutamentetodo tenía una espesa capa de nieve, e íbamos muy lentos porque las zapatillas de Laura no eran apropiadas y tenía que dar pasitos muy cortos para no resbalar. Y la ciudad me pareció magnífica, con muchos canales y puentes, y el horizonte lleno de torres, iglesias, palacetes y antenas de retransmisión.
Con nieve hasta en las orejas llegamos al hotel, donde sólo estaban los italianos porque los demás se habían ido a un bar. Aproveché para descansar un poco. Carlos y Kepa llegaron sobre medianoche, y me quedé con ellos en la puerta del hotel para dar una sorpresa a los demás. Cuando llegaron, y tras la sorpresa y la alegría, tuvo lugar una brutal batalla de bolas de nieve. Se comió nieve en abundancia, se contusionaron huesos, se traicionó, se enterró (o, mejor, en-nievó), etcétera. Muertos de cansacio entramos en el hotel y nos acostamos. Muy poquito después soñábamos con los angelitos.