jueves, 21 de mayo de 2009

Las noches azules (parte 1 de 3)

He pasado un par de días en Jutlandia. Bueno, los pasé hace ya como una semanita; pero me tomo libertad para hablar de ello con más cercanía temporal, pues el tiempo es dúctil, como bien sabemos los que hemos visto el asombroso último episodio de la quinta temporada de LOST.
Salimos una soleada mañana cargando con nuestras mochilas y con dos cestas del Fakta llenas de comida poco saludable comprada con el fondo común. Teníamos un billete de interraíl que nos permitió, en menos de seis horas, llegar a la otra punta del país, a la ciudad de Hjørring, en Jutlandia. El viaje fue muy apacible. El paisaje era monótono pero bello: praderas y más praderas, algún que otro bosquecillo, pueblos diminutos y casitas desperdigadas. En el tren íbamos riéndonos mucho, jugando a pegarnos nombres de otras personas en la frente y teníamos que adivinar quienes éramos (esto, aunque parezca infantil, da mucho juego a unas mentes retorcidas como las nuestras).

Llegamos, como digo, a Hjørring, donde cogimos un trenecillo hacia nuestro pueblo de destino, Hirtshals. Este segundo tren era más como un autobús: iba vacío y había que solicitar las paradas dándole a un botón. Qué funcionales estos daneses.
Hirtshals es un pueblo pequeño pero importante gracias a su puerto, al que llegan muchos barcos desde Noruega. Por eso, cada vez que mirábamos al mar veíamos enormes ferris y algún que otro carguero llegando o marchándose. Un mar muy bonito, a propósito, en el que el sol tardó muchísimo tiempo en ponerse. Fuimos andando hasta nuestro hotel, que quedaba al final de una hilera de casitas que daban a la playa. Ocupamos nuestra habitación y bajamos a la arena.
Supongo que sabréis que, al igual que en invierno en Kiruna nunca salía el sol, en verano nunca se pondrá. En Hirtshals el sol se ponía; pero la luz del día nunca llegó a apagarse por completo. El sol se puso a las 9.34, y el cielo siguió coloreado de naranja y violeta hasta la medianoche. Entonces creímos que sí que se vería del todo negro, pero no fue así; el horizonte siguió violáceo hasta que, a eso de las 2.30, empezó a clarear. Pero vayamos por partes.

Vimos la puesta de sol desde el faro del pueblo, que es muy bonito y está rodeado de búnkeres subterráneos. Luego volvimos al hotel y cenamos arroz con tomate. Había dos equipos, el de cocineros y el de fregadores; contándome yo en éste último.
Los miembros de la expedición éramos Fer, Eva, Paula, Josema, Blanca, Maite, Mikel, Sandra (la única no española, la pobre) y yo.
Ya secos los platos, fuimos a la playa a mirar las estrellas y a intentar encender una hoguera. A pesar de disponer de rollos de papel higiénico del hotel, nos fue imposible, porque la paja y la madera estaban muy húmedas. Helados, fuimos al hotel y nos dormimos cada uno en nuestra cama y Dios en la de todos.

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