Y ahora, al contrario que entonces, ¡incluso teníamos piso en Copenhague! Era una casa grande y acogedora, desde cuyas ventanas se veía la vida en el interior de los pisos vecinos; llena de juguetes y de pruebas para tentar nuestra honradez: dinero por todas partes, artilugios electrónicos, pasaportes.
Bajamos a comprar la cena al Netto: pizzas congeladas, patatas fritas, y dos botellas de vino. Al poco llegaron Carlos y David: más abrazos. Se repartieron las camas que quedaban y nos comimos las pizzas acompañadas del semidulce.
El piso era muy céntrico, y en una hora y media llegamos andando al centro. Ya en Strøget – la calle peatonal – nos dedicamos a buscar aquel lugar que, con los años, ha alcanzado el estatus de mítico: el Student House y los soportales del botellón. Preguntamos a los viandantes, le dimos vueltas al mapa, intentamos encontrar la iglesia de referencia, y por fin llegamos. Bajo los soportales dormía una hilera de mendigos, y el Student House ya no era el barecito oscuro y ambientado que recordábamos, sino que estaba muy iluminado y decorado a lo hipster. Decepcionados, fuimos a buscar el clásico Moose que siempre venía después. Empezamos a dar vueltas por las callejuelas y al final, incapaces de encontrarlo, nos tomamos una cerveza en un tugurio ambientado con calaveras y ataúdes. Luego esperamos al autobús muertos de frío, y a casa a dormir.
A la mañana siguiente nos encaminamos bien pronto a la estación de Østerport. Næste station: Trekroner, ¡qué emoción! Todo estaba cubierto por una capa de nieve. En la placita del Fakta, que antes se asemejaba a un solar, habían construido varios bloques de apartamentos. El caminito que conducía a la Blue Tower, eso sí, sigue siendo un barrizal. Cruzamos el puentecito, y al llegar al lago nos encontramos con un skate park y una cancha de baloncesto que gracias a dios no existían hace siete años, pues más de uno se habría descalabrado. El tío del puesto de perritos había ascendido socialmente y ahora tenía un local, con mesitas y todo. Me asomé a la descomunal raíz cuadrada a ver si la pantalla seguía marcando la temperatura, pero la pantalla estaba K. O.
Y calle arriba… Korallen.
Enfrente han construido una facultad, y el césped de detrás lo han convertido en un parking. Pero el edificio sigue tal cual, anclado en el espacio y el tiempo. Fue una sensación indescriptible volver a ver las ventanas azules, los balcones de ladrillo, las puertas blancas asomándose al vacío en cada habitación.
Llamamos a nuestras habitaciones y la única que abrió fue, precisamente, la chica catalana que nos había ayudado a entrar. La habitación 32, ¡la mía!
No sé qué pensaría la chica cuando llamamos a su puerta y le pedimos que nos dejara entrar. En el más puro espíritu Korallen nos dejó pasar, a pesar de toda la ropa desperdigada y de que se le iba a enfriar la comida. Allí seguía un sofá que yo mismo había birlado de alguna cocina siete años antes, y la mesa desde la que escribía este blog. La chica nos confirmó lo que ya sabíamos: que Korallen no había cambiado, a pesar del hostigamiento de Janitor. Le sugerimos que utilizaran las mangueras contra incendios en alguna fiesta, y ya luego la dejamos en paz.
Volví a Roskilde. David, Eva, Carlos y Paula esperaban en el Gimle, exhaustos después de una durísima caminata con visita incluida al árbol de los chupetes y a casa de David. Tomamos el primer tren de vuelta a CPH. En este tren conocimos a un búlgaro que decía ser primo de Stoichkov y que intentó convencernos de que en España somos unos desgraciados porque no tenemos Faxe Kondi (“better than Coca-Cola”, decía).
Una elegante cena nos esperaba en casa: sandwichitos de jamón y queso en pan correoso, patatas al horno, vino blanco y vodka (cerveza para mí). Qué risas. ¿Que de qué hablamos?, ¡de que siete años no son nada!, de nuestros recuerdos, de las fiestas, las excursiones, de todo lo que vino después. A las dos de la mañana se sugirió vagamente que quizás deberíamos salir a la calle, pero en vez de arreglarnos nos pusimos los pijamas y seguimos sentados alrededor de la mesa de la cocina, recordando, por ejemplo, cuando Fer se abrió la cabeza en la puerta de Korallen, o cuando María preparó el botillo delicioso y nos lo pimplamos con dos botellas de Perdido por cabeza. Llenamos un cuenco de cacahuetes y, en el colmo de la sofisticación, nos tomamos un rulo de chocolate de los que yo siempre iba a rapiñar al cuarto de Paula. Hablamos del patetismo de aquella despedida con las mangueras al aire al ritmo de “this is the way you left me”, de Josema salvándonos la vida en el cumpleaños de Cristiania, y de Paula llevada en volandas a abrir cierto futbolín con una horquilla.
A la mañana siguiente desayunamos pan con aceite y echamos a andar por Copenhague. Durante la noche había llovido, pero durante el día nos hizo incluso sol.
Nos encontramos una Cristiania un tanto cambiada: el suelo ya no es un lodazal sino que está adoquinado; y las casetillas que antes tenían todo el hachís y marihuana expuesto, con su balancita y bolsas para llevar, ahora eran casetas militares de aspecto siniestro, cuyos vendedores llevaban máscaras y pasamontañas. Paseamos junto al lago y luego volvimos al Nemoland, buscamos un banco seco, y probamos el célebre chocolate caliente de Cristiania (apréciese la dilogía).
Las horas siguientes las recuerdo vagamente. Compré una de aquellas galletas de chocolate que siempre comía durante la jam session. Anduvimos, no sé cómo, de vuelta hasta Strøget, previa ingesta de otro perrito. Eva sugirió que visitásemos el museo de la vajilla y David que subiéramos a la noria; ambos planes fueron descartados. Nos hicimos un largo reportaje fotográfico en un trineo de mentira mientras los niños esperaban su turno, y luego fuimos de excursión a un Super Brugsen. Fuimos a la estación central y bajamos a varios andenes al azar, hasta que por fin encontramos un tren hacia Østerport.
Descansamos un poco; hubo quien se duchó (lo cual era un placer con el suelo térmico), y, despejados, fuimos a cenar.
El lugar elegido fue un restaurante cerca de Strøget, donde una camarera extremadamente ineficiente no nos permitió apuntarnos al buffet y nos cobró ochenta croner por dos garrafas de agua, y nos presionó para que nos largáramos porque éramos su última mesa. Eso hicimos, y, una vez en la calle, nos encontramos con un dilema: queríamos beber algo, pero hacía mucho frío para quedarse en la calle, y beber en los bares es demasiado caro. ¿Qué hacer? Hacía siete años que sabíamos la respuesta: beber en los trenes. Compramos vodka y cerveza en el 7-Eleven de Nørreport, y allí mismo, apoyados en la máquina de picar billetes, empezamos nuestro botellón. Cogimos un tren hasta Klampemborg, un barrio solitario en el límite de la zona 4 (la que nos permitía nuestro billete); allí otro tren hacia Hellerup, y luego uno más de vuelta a Nørreport, donde terminó nuestro alcohólico interraíl.
Lloviznaba. Caminamos hacia Nørrebro. El ambiente en la calle era bastante siniestro, y por poco nos metemos en dos peleas con algunos macarras. El bar de la esquina seguía allí, con su ambiente etílico y la mesa de billar, pero ya cerraba. Eran casi las seis de la mañana; un tal Joseph nos gritó amigablemente algunas cosas desde el otro lado de la calle, y consideramos que era hora de irnos a la cama. Había sido una última noche a la altura de aquellos nueve meses en Dinamarca (no encuentro mejor calificativo).
Al día siguiente desayunamos a las dos de la tarde unas hamburguesas en Strøget. Hicimos las maletas y los malaguitas nos despedimos de los madrileños, que se quedaban allí una noche más; por último fuimos al aeropuerto, donde nos esperaba una næste station diferente, más calurosa, más real.
Fue una montaña rusa para las emociones, tres días intensos, agotadores, divertidísimos. Una “borrachera de melancolía”, en palabras de David. Todo fue sobre ruedas, aunque pudo no haber sido así. Hemos cambiado mucho en estos seis años desde que dijimos adiós: algunos han pasado de tener comportamientos cuasi delictivos a ser cuasi inspectores de policía; otros de beber una botella de vodka diaria a regentar una fábrica de cebollas, otros de plantearse vivir a lo rastafari en Cristiania a vigilar cuadros en un museo. Pero estos días han demostrado que por mucho que las personas y los lugares cambien hay algo que permanece inmutable; que aunque Trekroner y nosotros ya no nos parezcamos a lo que éramos entonces, siempre lo seremos…